26 ene 2013

El imperio romano (II)


“El primer rayo de luz de la mañana rompe la tranquilidad de mi sueño. A pesar de haber dormido, debo reconocer que ha sido un sueño ligero. Padre ya está despierto, lo puedo escuchar tras la pared hablando con madre. Me siento mal por madre, sigue triste por la noticia de padre. Padre entra y me dice:

- Levántate hijo, hoy es un gran día para ti.

- Si padre, enseguida me reúno contigo y con madre.

Cuando llego a la sala, padre sujeta un bol de gachas de trigo, y madre lo observa con los ojos empañados atentamente.

- ¡Aprisa hijo, nos esperan!

Como lo más rápido que puedo y sigo a padre esta la entrada de casa. El sol se alza en el horizonte cegando mis ojos, recién abiertos. Padre avanza, y yo tras él, pensativo, dubitativo también, sin saber muy bien en que me estoy aventurando.

- ¿A dónde nos dirigimos, padre?

- Al Noreste, hijo, al gran puerto de Sicilia, donde los grandes navíos aguardan a los héroes.

Para mi estas palabras estaban vacía, pues nunca había salido de mi aldea, Camarina, así que no sabía a dónde me dirigía.

- Prepárate hijo, los próximos días no serán nada fácil.

 

 

Y que razón tenía padre. 4 días y 3 noches andando, pasando montañas, valles, bosques, ríos. Mi padre siempre me dijo que Sicilia era una isla, y que la tierra donde estaba Roma se antojaba mucho más grande y extensa. Sin lugar a dudas, este va a ser un viaje muy largo.

- Hijo, iremos en barco, porque así tardaremos 5 días menos que si fuéramos por tierra.

- Entonces, ¿Siracusa no es una isla, padre? – pregunté extrañado.

- Por supuesto hijo, pero puedes cruzar un pequeño estrecho que separa nuestra isla de las lejanas tierras de Roma.

- Entiendo, padre.



A la cuarta mañana de partir de Camarina, el sol se alzaba sobre nuestras cabezas y en el horizonte se otea un puerto romano, casi del tamaño de mi aldea. Mucha gente transcurre por sus proximidades. Un mercado se ha levantado alrededor del puerto, en el cuál se comercia con todo, desde trigo, ¡hasta esclavos!

- ¡Padre, padre! ¿Qué le pasa a ese esclavo, se ha quemado? – pregunté sobresaltado.

- ¡No, hijo mío! Son esclavos negros traídos de África, donde el sol es más próximo.

Mi sorpresa era descomunal, nunca había visto un mercado, y mucho menos, esclavos negros. La gran mayoría de cosas que había en el mercado apenas podía decir que eran.
 
 

Al fin, llegamos al puerto, el gran puerto de Sicilia. Un gran navío esta atracado en el, y padre, con semblante serio, se dirige directo a él. En la rampa, está el sacerdote, aguardando nuestra llegada.

- Julio Antonio, esperábamos tu presencia, ya pensaba que no vendrías – dijo con tono bromista el sacerdote.

- Ni los mismos dioses impedirían mi viaje, mi señor.

- Y no lo dudo, Julio. Veo que has venido con vuestro hijo.

- Mi señor – salude cortésmente.

- ¡Vamos, hijo, nos aguarda Roma!

Embarcamos en aquel gran navío, en el cuál nos esperaban 40 hombres, 30 de ellos  remeros y 10 soldados. Padre fue a hablar con un hombre al timón.
 
 

- Julio Antonio, ¡viejo compañero!

- Octavio Augusto, ¡mi viejo amigo! – exclamó mi padre muy entusiasmado.

Ambos se fundieron en un abrazo e intercambiaron sonrisas. Por lo visto, ya fueron compañeros tiempo atrás.

- ¡Julio, hijo mío, acércate!

- Dime, padre.

- Hijo, te presento a Octavio Augusto, un veterano pretoriano, que nos acompañará en su último viaje.

- Es todo un honor, Octavio Augusto. Mi nombre es Julio Marco Quinto, a sus órdenes.

- El honor es mío muchacho, mi alegría fue mucha cuando llegó a mis oídos que el gran Julio Antonio había tenido un descendiente – un brillo brotaba en los ojos del guerrero.

- Octavio, tenemos mucho que hablar, y mucho que decidir también, pues el camino es largo, y peligroso.

- Por supuesto, Julio, dejemos que el muchacho pasee por el navío y disfrute de la brisa del mar.

Ambos luchadores se alejaban a un pequeño compartimento bajo el timón. Octavio Augusto es un hombre alto, corpulento, y supongo que debe pesar al menos como una gran piedra. Barba descuidada, pelo gris y unos músculos tensos forman la fachada de este hombre. Nada que ver con padre.

 

 

 

Llevamos 14 días de viaje en el navío, y aún no termino de acostumbrarme al movimiento de este. He vomitado al menos 2 veces cada día. Padre no para de repetirme que es algo normal y que me acostumbraré. Simplemente, dejo pasar el tiempo.

- ¡Mi señor! ¡Tierra! ¡Tierra en el horizonte, mi señor! – grita un remero despistado.
 
 

En efecto, a lo lejos se podía ver una inmensa isla que ocupaba desde el Este al Oeste. Roma, la capital de nuestro imperio. Padre se acerca rápido a la proa del navío, mira con atención y me dice:

- No olvides este día, porque no será la última vez que se repita.

No supe muy bien que significa esta frase, así que seguí fijando mi mirada en la lejanía, en nuestro destino.

Llegamos a puerto, y bajamos raudos hacía la ciudad. No adentramos en un laberinto de grandes construcciones de piedra, con caminos de piedra, y al fondo, grandes edificios, que según mi padre, son los edificios públicos.
 
 

De repente, ya estamos en un gran claro entre esa masa de piedra a la que llamo Roma.
 
 

- Hijo, esto es el foro, el centro de la ciudad, aquí está toda la actividad de la ciudad. No te pierdas, sería difícil encontrarte.

- No te preocupes padre, yo te sigo.

- Así sea.

 

Y así es como nos perdimos entre la muchedumbre romana, en aquella aventura que empecé en mi pequeña aldea”. 
 
 

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